lunes, 10 de mayo de 2010

Metrópolis y vida mental...síntesis de Simmel

Pontificia Universidad Católica de Chile

Teoría Literaria II

Profesor: Wolfgang Bongers

Ayudante: Javiera Lorenzini

Martes 6 de Abril de 2010

Francisca Feuerhake L.

Síntesis de “La metrópolis y la vida mental” de Georg Simmel

Concentrándose principalmente en la ciudad de Berlín de finales del siglo XIX, Georg Simmel logró mencionar y explicar los distintos fenómenos que se estaban produciendo en la nueva vida urbana, marcada por la era moderna. La metrópolis y la vida mental (1903) es su trabajo más destacado, y en él profundiza en la relación que se da entre el individuo y la sociedad: el hombre, inmerso en el ritmo vertiginoso y veloz de la ciudad, comienza a transformar su personalidad hasta que ésta se caracteriza por estar bastante sujeta a estímulos nerviosos. Estas indagaciones son hechas desde un punto de vista sicológico, y no económico o político, que era lo más común hasta esas fechas.

Georg Simmel comienza su trabajo afirmando que la persona, ante la amenaza que la la naturaleza y las fuerzas sociales generan contra su individualidad, establece una demanda con el objetivo de conservar su autonomía y su propiedad de ser incomparable con los demás. Ésta demanda es una lucha concreta contra la naturaleza que el hombre decide desarrollar para poder subsistir tanto corporal como psíquicamente, haciendo así que su preocupación básica sea, como ya fue mencionado, proteger su individualidad. Simmel menciona luego que para entender la vida moderna, para llegar a describir su esencia, es absolutamente necesario entender primero a la metrópolis, y abocará todo su trabajo a resolver la pregunta: ¿cómo se acomoda y ajusta la personalidad a las exigencias de la vida social?

La metrópolis tiene un tipo de individualidad sujeta al rápido e in-interrumpido intercambio de impresiones externas e internas. La sicología presente en el hombre de la metrópolis se basa en el intelecto y es bastante distinta de la sicología que se encuentra en la vida rural, ya que allí ésta se apoya en las relaciones emocionales. El intelecto es un arma, un órgano protector que el metropolitano desarrolla para protegerse de las fuerzas anteriormente mencionadas, con el objetivo de conservar su subjetividad. El intelecto, al igual que el dinero, tiene la propiedad de reducir la individualidad a un valor o a un número. De esta manera se llega a la diferencia entre las relaciones emocionales y aquellas que usan a la razón como elemento fundamental; las primeras se basan en la individualidad: si dos personas se conocen y experimentan emociones al relacionarse, el que cada una sea distinta e incomparable con la otra, es un factor indispensable para que estas emociones se generen. Por otro lado, las relaciones racionales transforman a los individuos en números, en potenciales logros medibles. Así mismo, la metrópolis y la mente moderna, llevan a cabo “la transportación del mundo a un problema aritmético” (Simmel, 3). Esta transportación es simplificación de los valores lograda por el dinero y la mente moderna, y al mismo tiempo son factores que inciden en la generación de lo que se llama actitud blasée, que es una “disposición o actitud emocional que denota una indiferencia basada en el hastío.” ( 4). Para la persona blasée, no hay grandes diferencias en cuanto al valor de distintos objetos o situaciones; todo se le presenta “en un tono gris e indiferenciado” ( 4), y esta es una actitud propia de las grandes ciudades, ya que en ellas es donde se producen los más importantes intercambios monetarios: en la ciudad hay tantas cosas, tantas estimulaciones al sistema nervioso, que tanta excitación termina, entre comillas, saturando al hombre y haciéndolo caer en la actitud blasée. Esta actitud funciona muy bien como un mecanismo de defensa del hombre de ciudad ante todos los estímulos que le ofrece la metrópolis: esta disposición mental puede ser llamada reserva. Esta reserva es la que hace que el hombre citadino muchas veces no conozca ni a sus vecinos, hecho casi inimaginable en una localidad pequeña, en donde normalmente todos los habitantes se conocen, e incluso mantienen buenas relaciones. A pesar de esta indiferencia del metropolitano, “nuestra actividad psíquica todavía guarda la posibilidad de reaccionar diferencialmente ante cada una de las impresiones que nos pueda causar una persona.” (5) El hombre de la ciudad es un hombre, aparte de reservado y a veces indiferente, individualista, ya que la ciudad lo obliga a serlo. En la ciudad predomina el espíritu de lo objetivo sobre el de lo subjetivo, y esta es “la razón más profunda por la que una metrópoli llega a promover el impulso hacia la más individual de las existencias personales.” (9) El trabajo especializado de la ciudad que viene desde el siglo XIX, puede representar una amenaza contra la individualidad de la personalidad, porque pide del individuo un trabajo parcial, lo que lo convierte en “un simple engranaje de una enorme organización de poderes.” (9). Es así como la vida va configurándose bajo este espíritu objetivo y entre todas estas impersonalidades, que hacen que el individuo reaccione y quiera, exagerando, preservar su singularidad y particularidad para preservar su intimidad, su personalidad. Puede pensarse entonces que hay dos corrientes simultáneas que están presentes en la vida metropolitana: la impersonal, esa que reduce a los hombres y las cosas a simples números y cálculos, y la reaccionaria a la anterior, que explota como puede la individualidad, subjetividad y singularidad de la persona. Esta dialéctica, en la vida de localidades chicas, no se daría muy fácilmente. En el siglo XVIII el hombre quiso individualizarse e independizarse de fuerzas políticas, agrarias, religiosas, etc., y en el siglo XIX, ese mismo hombre ya liberado, quiso distinguirse de su prójimo, y es ésta misión la que no puede negársele y por la que hay que luchar.

Referencia:

Simmel, Georg. La metrópolis y la vida mental en Revista Discusión (1997), núm. 2. Barcelona: Barral.

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